El arte de acumular datos.




Personalmente no considero que la ignorancia se caracterice por no recordar todas las obras de Cervantes, o desconocer quién es Klimt. De la misma manera, no saber jugar al fútbol o patinar, no tiene por qué importarnos. Quien se considera particularmente sabio por memorizar cuántos pares de cromosomas tiene el ADN humano o por saber exactamente en qué año pintó la capilla Sixtina Miguel Ángel, yerra.

Está claro que nadie comparte los mismos gustos. Algunos disfrutarán mucho más leyendo libros de historia y visitando museos, pero por el contrario otros encontrarán su felicidad en un estadio de fútbol. De hecho muchos conjugan esas actividades en su tiempo libre.

Mi experiencia me demuestra que incluso la prepotencia y soberbia suelen instalarse con mayor asiduidad en los grandes amantes del “saber”, por incongruente que parezca. ¿Es esa la verdadera sabiduría?


Si nos ceñimos a su significado teórico, la sabiduría sería algo así como la capacidad para obrar adecuadamente en base a una memoria forjada a largo plazo, una especie de sentido común a lo grande.

¿De verdad cultivaríamos nuestro sentido común si solo nos limitáramos a leer libros? Contar con una gran base de datos de poco sirve, si no descubrimos la importancia de saber decir un no, de ayudar a un amigo, de arriesgarse por un sueño, de superar una pérdida, de aprender a ser uno mismo.

Cuando las personas son jóvenes (no en edad cronológica, sino en mentalidad), tienden a rechazar infinidad de caminos: por desidia, dificultad, miedo o simple vanidad... Para mí, la verdadera sabiduría reside, principalmente, en aprender a aprovechar y disfrutar de todo nuestro entorno y de las posibilidades que este nos ofrece.

Nunca os creáis menos válidos por desconocer algo, ni penséis que sois más capaces por ser expertos en una pequeña parcela del conocimiento. Jamás es condenable el no saber, sino la voluntad de no querer aprender.