Pero todo cambió en 1942, cuando las deportaciones se hicieron más frecuentes y los nazis encerraron a todos los judíos de Varsovia, unos 400.000, en un área acotada de la ciudad y rodeada por un muro. El gueto fue la tumba para miles y miles de personas, que morían diariamente por inanición o enfermedades. Irena estaba horrorizada y, como muchos polacos, decidió que había que actuar para evitar la barbarie que asolaba las calles de la capital. Consiguió un pase del departamento de Control Epidemiológico de Varsovia para poder acceder al gueto de forma legal», allí entraba diariamente a llevar comida y medicinas, «siempre portando un brazalete con una estrella de David como símbolo de solidaridad y para no llamar la atención de los nazis».
Una vez dentro, la joven trabajadora social entendió que el objetivo del gueto era la muerte de todos los judíos y que era urgente sacar al menos a los niños más pequeños para que tuviesen la oportunidad de sobrevivir. Fue así como comenzó a evacuarlos de todas las formas imaginables. Dentro de ataúdes, en cajas de herramientas, entre restos de basura, como enfermos de males muy contagiosos…, cualquier sistema era válido si conseguía sacar a los pequeños del infierno. Otra manera era a través de una iglesia con dos accesos, uno al gueto y otro secreto al exterior. Los niños entraban como judíos y salían al otro lado bendecidos como nuevos católicos. También llevaba un perro al que tenía entrenado para abordar a los soldados nazis cuando entraba y salía del gueto. Naturalmente los soldados no querían saber nada del perro y sus ladridos tapaban a los gemidos de los niños.
La actividad de Irena era frenética, igual que el riesgo diario a ser descubierta por los soldados alemanes. «No hice todo lo que pude, podría haber hecho más, mucho más y haber salvado así a más niños», seguía lamentándose a los 97 años.
Irena en 1942 |
Separar a los hijos: Irena aún recuerda con amargura los momentos en que tenía que separar a los padres de los hijos. Sabían que nunca más se volverían a ver y la arrinconaban entonces con preguntas y deseos de condenado. «Por favor, asegúrame que vivirá, que tendrá un buen hogar», insistían las madres, presas de la desesperación entre los llantos de sus hijos. «Ella también era madre y sentía ese dolor tan profundo como si fuese suyo, de hecho en su vejez aun lo sentía y sufría con esos recuerdos», afirma Anna Mieszkwoska, su biografa.
Pero, ¿qué impulsaba a una joven madre como Irena a arriesgarse de esa manera? ¿Por qué lo hacía? «Se lo pregunté cientos de veces. Ella simplemente lo hacía porque tenía un corazón inmenso, no hay nada más», explica su biógrafa, quien asegura que ni siquiera existían motivaciones políticas o religiosas.
Una vez fuera del horror, era necesario elaborar documentos falsos para los niños, darles nombres católicos y trasladarlos a un lugar seguro, normalmente monasterios y conventos, donde los religiosos siempre tenían las puertas abiertas para los niños del Gueto.
El legado de Irena: Irena apuntaba entonces en pedazos de papel las verdaderas identidades de los pequeños y sus nuevas ubicaciones, y luego enterraba las notas dentro de botes y frascos de conserva bajo un gran manzano en el jardín de su vecino, frente a los barracones de los soldados alemanes. Allí aguardó, sin que nadie lo sospechase, el pasado de los 2.500 niños de Gueto hasta que los nazis se marcharon.
Ni siquiera las torturas de la Gestapo lograron que revelase jamás el lugar en el que estaban ocultos ni las personas que colaboraban con ella. Tampoco los meses que pasó en la terrorífica prisión de Pawlak, bajo el atento cuidado de los carceleros alemanes, quebraron su silencio. No dijo ni una palabra cuando la condenaron a muerte, una sentencia que nunca se cumplió porque, camino del lugar de ejecución, el soldado la dejó escapar. La resistencia le había sobornado. No podían permitir que Irena muriese con el secreto de la ubicación de los niños. Así fue como pasó a la clandestinidad y, aunque oficialmente figuraba como ejecutada, en realidad permaneció escondida hasta el final de la guerra participando activamente en la resistencia.
Con el final del conflicto se desenterraron los botes escondidos bajo el manzano, y los 2.500 niños rescatados del gueto recuperaron sus identidades olvidadas. La gran mayoría había perdido a sus padres, así que muchos fueron enviados con otros familiares o se quedaron con familias polacas, pero todos conservaron a lo largo de su vida un agradecimiento infinito a Irena Sendler. Tras los nazis llegó el comunismo y la aventura de Irena quedó olvidada entre las nuevas doctrinas. Ella, que ya tenía dos hijos, volvió a ser trabajadora social y a su vida tranquila, sólo truncada por las pintadas, en la puerta de su apartamento, en las que le acusaban con necedad de ser «amiga de los judíos» o la llamaban la «madre de judíos». Ella callaba y nunca contaba nada de su pasado «por una mezcla de modestia y de temor a que le pudiera acarrear algún problema, comentaba su hija, Janina, quien asegura que hasta el final de su larga vida mantuvo secretos y vivió como si aún rondara a su alrededor una oscura conspiración.
Irena Sendler, al cumplir 95 años de edad, el 15 de febrero de 2005. En la imagen se encuentran también Janina Zgrzembska y Elzbieta Ficowska, la niña de la cuchara de plata. |
Cuando en 1999 los estudiantes de Kansas se toparon con su historia, se quedaron estupefactos. Estaban frente a una auténtica heroína prácticamente desconocida, así que decidieron escribir una obra de teatro sobre ella. Se escenificó en iglesias y salones sociales de la comarca, asombrando y emocionando a todos los que tuvieron la oportunidad de verla. Uno de estos asistentes fue un profesor judío quien, impresionado, ayudó a los escolares a cumplir su deseo: ir a verla a Varsovia y agradecerle lo que había hecho por la Humanidad. Les dio un cheque de 7.000 dólares y les hizo una petición: «Contadme todo con pelos y señales a vuestra vuelta».
Irena Sendler fue distinguida con la Orden del Águila Blanca, la condecoración más elevada concedida por Polonia. |
A partir de ese momento los reconocimientos y las visitas fueron aumentando considerablemente. La llegada de periodistas extranjeros, los cumplidos oficiales, agradecimientos de todo el mundo, las visitas desde Hollywood y, finalmente, la nominación para el premio Nobel de la Paz, propuesta por el presidente polaco Lech Kaczynski con el apoyo de la Organización de Supervivientes del Holocausto. No fue escojida, el premio fue para Al Gore por unas diapositivas sobre el calentamiento global y en el 2009 se le dió a Barack Obama tan solo por tener buenas intenciones.
Mientras, todos se preguntan cómo es posible que esta historia haya permanecido tantos años en el olvido y oculta, pese a las veces que se ha tratado el tema del Holocausto y de las personas que lo protagonizaron. Incluso sus amigas le recriminaban que nunca les contara nada sobre su heroísmo y sus hazañas de juventud. Sin embargo, ella seguia sonriendo en su silla de ruedas y enfadándose cuando alguien se atrevía a decir que era una heroína. Porque Irena Sendler nunca fue una heroína, sólo se limitó a cumplir con su deber.
«La madre de los niños del Holocausto» (Editorial Muza), de Anna Mieszkwoska.
La niña de la cuchara de plata:
Elzbieta Ficowska, nació en el gueto de Varsovia como Elizabeth Koppel, el 5 de enero de 1942. Su madre, Henia Rochman (Rohman) Kopel era una mujer joven, probablemente rozaba los 24 años cuando nació Elzbieta. Su padre, Izrael Hosef Kopel (Josek Koppel), era mucho más mayor que su esposa y originario de Nowy Dwor, una localidad cercana a Varsovia donde nacio el 15 de mayo de 1893. Izrael Josef Kopel era el hijo de Fajvel y Kopel Chana residentes en la ciudad de Varsovia. El abuelo materno de Elzbieta era Aron Pejsach Rohman, dueño de una curtiembre en Wolomin, un pueblo cerca de Varsovia. Su padre también fue dueño de una curtiduría en la misma ciudad. Toda esta información fue reunida por Elzbieta, en los últimos años por un acuerdo de arrendamiento de la curtiduría existente entre Izrael Jozef Kopel y el señor Bischoff, además reclutó los restantes testimonios a través de su niñera polaca, su madre polaca, y su tío abuelo materno que emigró a los EE.UU. antes de la Segunda Guerra Mundial.
Elzbieta Ficowska, un bebe rescatado por Irena y al que solo una cuchara de plata grabada con su nombre y fecha de nacimiento identificaba |
Zegota, fue un movimiento clandestino polaco también conocido como el Consejo para la Ayuda a los Judíos. En la vida de Elzbieta, dicha organización desempeñó un papel importante. En ella trabajaba Irena Senlerowa (Jolanta), (conocida como Irene Sendler, nota del edit), una trabajadora social y jefa de la sección infantil, que con su labor ayudó a evacuar a más de 2.500 niños judíos del gueto de Varsovia. Estos se encontraban sin ayuda condenados a una muerta indudable. Los pequeños fueron escondidos en los orfanatos, conventos, escuelas, hospitales y viviendas particulares, proporcionándole una identidad nueva, quedando cuidadosamente recogidos los nombres originales a través de unos códigos que solo ella entendía. Así, podrían lograr los familiares sobrevivientes del gueto encontrar a los niños una vez finalizada la guerra. Arrestada y condenada por la Gestapo en el otoño de 1943, Senlerowa fue condenado a muerte, pero la organización Zegota la rescató antes de la ejecución. Ella asumió una nueva identidad y continuó su trabajo en la clandestinidad.
Elzbieta fue uno de los tantos niños que fueron salvados del gueto de Varsovia. Contaba cinco meses cuando una colaboradora de Sendler le suministró un narcótico y la metió en una caja de madera con agujeros para que entrara el aire. Él bebe fue sacada del gueto en un carro tirado por un caballo, junto con un cargamento de ladrillos, manejado por el hermanastro de su madre que era constructor y contaba con un permiso para entrar en el gueto. En la caja con ella iba una cuchara de plata con el nombre grabado “Elzunia” y su fecha de nacimiento: 5 de enero de 1942. A partir de ese momento comenzó para ella una feliz y, como se vio después, una vida segura.
Inicialmente fue colocada temporalmente con Stanislawa Bussold, una viuda de 60 años de edad y partera de profesión. Stanislawa decidió mantener al bebé, después de tener conocimiento sobre el estado de salud de la mujer seleccionada que efectuaría la larga acogida de la pequeña. Esta sufría como tantas otras personas por aquella época de tuberculosis.
Esta partera diligente ayudaba a las mujeres judías en el momento del alumbramiento, al igual que en la colocación de los niños con las familias polacas. Pasado un corto tiempo y por temor a la curiosidad excesiva de sus vecinos, Stanislawa contrato a una niñera, Janina Beciak, y la envió con Elzbieta a la localidad cercana a Varsovia, Michalin. Hasta hoy, Ficowska dice que la fallecida Bussold fue su “madre polaca”, para distinguirla de su “madre judía”. Durante meses, la madre de Elzunia, Henia Rohman, llamaba por teléfono para escuchar los balbuceos de su hija y asegurarse que se encontraba en buen estado. Poco después, ella y su marido perecieron en el gueto.
La niñera y Elzbieta se ubicaban a diario cerca del camino por donde transcurría el abuelo, Aaron Pejsach Rochman, de la pequeña cuando se dirigía fuera del gueto escoltado por los alemanes para realizar el trabajo forzado. Ella fue quien le comunico que la criatura iba a ser bautizada. El abuelo le preparo un traje blanco y una pequeña cruz de oro, que le fue entregada. Muchos años después, recordaba Janina las palabras del abuelo sollozante: “Elzunia jamás volverá a ser nuestra”.
Elzbieta se crió en la casa de su madre polaca, cuando a la edad de 17 años empezó a hacer preguntas. Los hechos salieron lentamente, y Elzbieta fue incorporando la información recién aprendida en su vida. Hoy en día está casada con un escritor de renombre polaco, Jerzy Ficowski y es madre de dos hijos. En la entrega de unos premios, Elzbieta tomo la palabra y declaro: “En vista de la indiferencia actual, el ejemplo de Irena Sendlerowa es muy importante. Ella es como una madre para mí y para muchos de los niños rescatados”.
Encuentro de Elzbieta e Irena |
Éstas eran las palabras de una mujer, que de lo único que tenía certeza era que había nacido en el gueto, y cuyo certificado de nacimiento era una cuchara de plata donde figuraba una grabación con su nombre y fecha de nacimiento. Por lo demás, todo es incierto. Por ello se dedica a recabar la máxima información posible, a través de aquellas personas que aun guardan algún recuerdo de aquella época. A pesar del tiempo transcurrido, “no puedo abandonar la esperanza, de que alguien guarde una foto de mis padres. Tal vez esa persona no sepa que esos son mis padres, e igualmente sigo cualquier rastro por todo el mundo. He visto tantas fotos de judíos sin nombres en películas alemanas antiguas. A veces sucumbo en la ilusión, de que alguien reconozca a mis seres queridos, aunque me consta que eso es algo imposible”.
Una mujer, que a pesar de saber quién es continúa luchando por conocer más de sus raíces familiares. Es evidente, que el ser humano necesita conocer su procedencia para transmitir aunque sea únicamente de manera oral la historia familiar a sus descendientes. En el caso de los niños del Holocausto, este derecho se le fue robado a pesar de llamarse afortunados por haber escapado de la muerte. Otros no lo lograron y se les arrebato la vida por ser únicamente judíos, ya que no tenían la edad ni razón para haber cometido algún delito.
Wikipedia
Mujeres de leyenda